Éramos distintos cuando teníamos miedo. Cuando la rutina estaba hecha de impredecibles apagones, estallidos nocturnos y perros colgados. Cuando los amigos se iban del Perú, no para hacer una maestría en Estados Unidos, sino para inventarse un porvenir en cualquier parte. Cuando el futuro tenía la forma arqueada de un signo de interrogación. No éramos mejores, pero sí más conscientes de lo que pasaba con los demás. La geografía del país no la aprendíamos en el colegio, sino en las noticias con el reporte de cada matanza y atentado perpetrados en pueblos remotos. Luego, cuando las bombas empezaron a explotar cerca, nos tocó domesticar la costumbre del espanto.
domingo, 16 de septiembre de 2012
La generación perdida del Perú
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